miércoles, 16 de marzo de 2016

Pensamientos paseados

A mí la gente me estorba pronto. Me entristece comprobar, como decía Javier Marías, que la mayoría de las personas pasen por este mundo como muebles, sin saber nada de la historia, de los descubrimientos y de las creaciones de aquellos que nos han precedido. Pero me entristece no por ellos, sino por mí, de manera egoísta, porque me hace sentir cada vez más solo. Cuanto más aprendo más ganas tengo de seguir aprendiendo, y a la vez más me aleja del resto de los mortales. Me cuesta encontrar, no ya amigos, sino simplemente alguien interesante con quien no me importe cruzar dos palabras. Creo que me estoy volviendo un misántropo... Por no hablar del amor. Si ya es difícil toparse con una chica lista, que encima sea hermosa, eso ya directamente es misión imposible.


Humo e imagen

Los antiguos griegos alegaban que si algo era bello, no podía ser malo, o dicho de otro modo, que debía ser bueno por naturaleza. Concedían virtudes internas en función de la apariencia física de las cosas. Hasta el punto de absolver en un juicio a una hermosa asesina precisamente por ser hermosa: no podía caber el mal dentro de un cuerpo tan bello. Esta manera de ver el mundo, equivocada o no, al menos estaba basada en hondos principios filosóficos. Los hombres de hoy no se basan en nada. Alaban la imagen por la imagen.

El ser humano, cuanto menos cultivado, más superficial y por tanto más estúpido. Superficial en tanto que superficie, la cáscara, el exterior, lo puramente visual y decorativo, el adorno superfluo, sin reparar en lo que palpita en sus entrañas.

Por supuesto que la estética es importante, en tanto que transposición y manifestación de una idea. Ha de ser un medio, no un fin en sí mismo.

No sólo vivimos en la era de la imagen como medio de transmisión de la información, sino en la sociedad de la imagen. No es que todo esté envuelto en imagen, sino que sólo es eso, únicamente.

Las películas ya no se sustentan en un buen guión, ahora sólo son acumulaciones de fotogramas espectaculares y efectos especiales, punto. La política y los políticos, un mero juego de abalorios y simulacros.

La gente sale a la calle (la real pero también la otra, la vicaria, la binaria, la de ceros y unos, la de las redes sociales) luciendo tetas y mucho maquillaje y más musculitos y ropa fashion y morros a cámara; y casi siempre en formato selfie, esa moderna efigie erigida al ego). Uno se asoma a Facebook o a alguna app para ligar (cualquiera, son todas igual de penosas, una subasta de cuerpos sin cerebro) y están plagadas de guaperas haciendo posturas y de latinas extracurvilíneas recién salidas de una sesión de fotos de estudio. Pero cuando uno tiene la oportunidad de verlos y verlas en persona, en vivo y en directo, cuando abren la boca y dejan mostrar lo que guardan adentro (nada), esa aparente magia se desinfla, desaparece, se esfuma como una exhalación. Y lo hace por una razón: nunca han tenido tal magia, tan sólo maquillaje, adorno, cáscaras, vacuos efectos especiales, humo.



El regreso del hijo pródigo

Me dispongo a retomar este blog, abandonado a su suerte hace más de un lustro. A ver cuánto me dura esta vez...

jueves, 16 de octubre de 2008

las cuentas


La Historia del Arte es, al menos hasta el Renacimiento, básicamente anónima. Nunca –salvo las siempre presentes excepciones- se han conocido los nombres de los arquitectos o escultores o pintores que han levantado pirámides, adornado palacios, decorado villas, embellecido plazas, revestido catedrales, enorgullecido pueblos, retratado reyes y engalanado princesas. Hasta los albores de la Edad Moderna los nombres de estos artistas han pasado sin pena ni gloria, no ocurriendo lo mismo con el nombre del omnipotente soberano o del adinerado noble o del entusiasta abad que ordenó su construcción, o en menor grado del director de obra o del superintendente del proyecto o de aquel otro miembro de la corte al que se le confió supervisarla. Salvando a los griegos, que tal vez por su carácter más antropocéntrico hicieron disfrutar a sus artistas de una mayor consideración (pese a seguir tachándolos de asalariados), los egipcios, los mesopotámicos, los romanos y los europeos altomedievales, no permitieron a sus artistas -a los que veían como simples artesanos, obreros manuales sin ningún mérito intelectual- firmar sus obras y pasar a la posteridad como artífices de tamaños monumentos. Imhotep, el famoso arquitecto egipcio y el primer arquitecto conocido de la historia, el mismo responsable de la Pirámide escalonada de Saqqara, resulta que no fue realmente el arquitecto de la misma en el sentido estricto, no al menos a la hora de diseñar matemáticamente el edificio y proyectarlo en el espacio, calculando pesos y medidas y estructuras y vectores de fuerza, ideando andamios, herramientas y otros ingenios necesarios para levantarlo, qué va, sino el que lo dirigió desde un punto de vista administrativo y veló porque se materializara.

Una vez llegados a la Baja Edad Media, la época del Gótico, descubrimos una colección de cuartillas y documentos donde se recoge el nombre del maestro albañil o del vidriero o del pintor o del orfebre o del supuesto responsable de tal obra. Se trata de contratos donde, además del nombre, se estipulan estricta y escrupulosamente las cantidades de piedra, cristal, pigmento u oro necesarios, plazo acordado para realizarla, salarios convenidos, condiciones de trabajo, número de obreros o ayudantes que se requieren, etc., hasta el más mínimo detalle. Si el proyecto se retrasaba y se incumplía el plazo o se dejaba a medias o se robaba material o la obra se venía abajo o lo que fuera, el artista, con su nombre registrado e imborrable, asumiría todas las culpas, a él se le pedirían cuentas. Si se anotó su nombre fue sólo por un asunto de responsabilidades civiles, de desconfianzas, de compromisos que es mejor cumplir. Si la obra sale bien y es hermosa y todo el mundo la aplaude, dichos vítores irán sólo para su impulsor económico, el ilustre cortesano, o el respetado obispo, o el distinguido rey, pero nadie se acordará jamás del anónimo y verdadero artífice, del dibujante, del ceramista, del escultor, del fresquista, del forjador, del maestro albañil o del orfebre. Por el contrario, si la obra sale mal, rodarán cabezas, se pedirán explicaciones, se obligará por contrato a acabar lo empezado y se mentará a las madres de los incompetentes artesanos.

Entiendo que no se puede mirar con ojos de hoy una situación de hace más de medio milenio y demandar para el artista un título que por aquel entonces ni existía, que la época tuvo sus razones para que todo fuera como terminó siendo, pero no deja de entristecerme el pensar que si conocemos los nombres de algunos de los responsables materiales de determinadas obras de la Edad Media y del Renacimiento y hasta del Barroco, es sólo por una cuestión económica, para salvarse el rico las espaldas, para tener a alguien a quien pedir cuentas.

miércoles, 15 de octubre de 2008

moneda


Ayer por la noche un gnomo insufló magia a una moneda y la dejó en el asiento de un autobús para que yo la encontrara al ir a sentarme.

¿Por qué, pese a ser nieto de la Ilustración, pese a formar parte de la generación con más acceso al conocimiento de la historia, por qué pese a echar pestes de la religión y reírme de las supersticiones y creencias de vieja, por qué –y he aquí la cuestión- cada vez que me encuentro una moneda de uno, dos o cinco céntimos por el suelo no puedo evitar cogerla y pedir un deseo (siempre el mismo: conocer a una chica estupenda, o que vuelva a mis brazos la última que me dejó o que me diga que la que acabo de conocer) y guardarla en lugar seguro esperando a que se cumpla pese a saber por experiencia que nunca se cumple? ¿Por qué? ¿Por qué lo sigo haciendo? ¿Por qué soy tan ingenuo de creer en la magia de una moneda encontrada? Pues no lo sé. Tal vez porque es el último recurso, el último vestigio donde esconderse, la última vida en el videojuego, el último remedio para intentar aliviar algo la interminable agonía que acompaña a toda esperanza, y porque no pierdo nada y porque su amargo bálsamo me consuela, aunque sea sólo un poco, unas migas, apenas nada.


A propósito de la foto:
Se trata del Desprecio a la Superstición. Al parecer el día 13 de cada mes se solía reunir en Londres un Club de Excéntricos que se divertía en desafiar toda clase de supersticiones. Se abrían paraguas en el interior de la sala, se derramaba sal, se caminaba bajo escaleras de mano y se ofrecían bebidas en vasos rotos.

sábado, 11 de octubre de 2008

la cruz


Para hacerse cristiano uno primero debe bautizarse, con la consiguiente misa, fiesta, banquete y demás paparruchas. Pero hacerse musulmán es increíblemente sencillo. Únicamente debes comenzar con el primero de los cinco pilares que reza el Islam, esto es, hacer profesión de fe con la famosa fórmula “No hay más dios que Alá y Mahoma es su profeta”. Con recitarla ya vale. Tan sólo un pequeño requisito: se tiene que decir sentida y sinceramente, de forma voluntaria, sin presiones, cuando uno se crea preparado, y –también importante- ha de hacerse delante de mínimo dos testigos, a elegir. Luego uno puede felizmente orar cinco veces al día y ayunar en el mes de Ramadán y dar limosna y peregrinar a la Meca... Pero, y he aquí la pega, salirte de la secta eso ya es otro cantar. Si lo haces –o lo intentas- no sólo se te tachará de hereje, con suerte de heterodoxo, sino que encima se te perseguirá, serás apaleado y morirás condenado al ostracismo.

Lo mismo, exactamente lo mismo, ocurre con Telefónica. Para contratar una línea no hace falta más que una llamada y listo. Pero como quieras darte de baja, te pedirán mil requisitos, se exigirán documentos inverosímiles y papeles que nunca terminarán de estar completos, los recibos se seguirán mandando al banco y el problema no habrá hecho más que empezar; es decir, se te tachará de hereje, de apóstata, se te hará la vida imposible y no se te permitirá hacerte de otra compañía, que es como decir de otra religión.

jueves, 9 de octubre de 2008

callar


Ya lo dijo Voltaire, “el secreto de aburrir es contarlo todo”. Y Javier Marías, en el primer volumen de su trilogía Tu rostro mañana, sentencia en las primeras páginas “callar, callar, es la gran aspiración que nadie cumple ni aun después de muerto”. La vida nos ordena no hablar más de la cuenta. La ley misma nos lo recuerda o casi urge o advierte con la famosa frase “tiene derecho a guardar silencio […]”. En el arte, sugerir es la premisa; es importante lo que se calla, lo que no se dice, la ausencia vale tanto como la presencia. Una buena película no lo tiene que contar todo, que explicar todo, si no ¿dónde está la gracia?

Pero si hay un momento donde es aconsejable callar, ése es -paradójicamente- a la hora de confesarle a la persona amada que la amas. Frases como te quiero, me gustas, me pareces atractiva, eres un tío interesante… son gérmenes de ruptura. Insisto que parece una paradoja, pero el ser humano, aparte de hipócrita y cínico, es un cobarde de mucho cuidado (cobarde no por no atreverse a decir te quiero, sino por no atreverse a escucharlo). Hipócrita, porque nos pasamos la vida entera quejándonos de lo mal que nos van las cosas, de la pena del mal de amores, de que estamos cansados de cabrones y de putas, y de que estamos deseando encontrar a alguien para ser feliz de una vez por todas. Decimos buscar a alguien bueno, generoso, que nos quiera y nos lo exprese (¿cuántas veces habremos visto en las películas la famosa escena de cama donde la chica mira con ojos lánguidos al chico y le pregunta "dime, Frank, ¿me quieres?"). Pero en realidad no queremos que nos lo digan, y cuando nos lo dicen, preferimos no haberlo oído. Cuando damos con ese él o ella que andamos buscando nos aburrimos sobremanera, añoramos pasarlo mal, pues la felicidad cansa ya que no tiene nada de emocionante. Cuando alguien con el que hay mayor o menor complicidad amorosa (un novio, amante, ligue, rollo, alguien sólo besado o incluso alguien que está a punto de serlo) nos revela que nos quiere, que nos desea, o hasta se atreve con un piropo, poema, cumplido o sentimiento más o menos cursi o más o menos profundo y sincero, nosotros somos tan miedicas y mentecatos que nos asustamos y nos echamos para atrás, cobardes, respondiendo sólo con una forzada sonrisa, no volviendo a besarle u optando finalmente por no hacerlo en el caso de que lo tuviéramos en mente. Estúpidos, agobiados, le hacemos ver al otro que no nos ha hecho mucha gracia, que nos ha caído más bien como un jarro de agua fría, rogamos en voz baja que no nos vuelva a confesar lo que siente, que se lo guarde para él o, mejor aún, que se le pase –como si de un catarro se tratara- y poder así continuar con nuestra feliz existencia de individuos no queridos.

Sonará triste, pero siempre que le he confesado a una novia que la quería, ésta –antes o después- me ha terminado mandando a la mierda. Ni qué decir tiene de aquellos ligues potenciales que por dejar salir mi lengua a paseo demasiado pronto y confesarles lo mucho que me atraían, que me gustaban, me han negado finalmente una oportunidad que parecía más que posible en un primer momento.

En menor grado, pero también, me ocurre con los amigos. Chicas y sobre todo chicos -estos un poco más reservados-, que por sonrojarles en demasía los halagos, por turbarles un tanto que otro les declare abiertamente y con orgullo su amistad, por incomodarles las muestras de cariño y aprecio cordial, afectuoso, entrañable y tierno, por todo ello y por no azorarles más, al final termino por no decirles nada y aguantarme, tan sólo les miro y pienso: doy gracias por conocerte.

Así que, no sé vosotros, pero, al menos yo, la próxima vez que esté tentado de confesarle a un colega lo especial que es, o cuando me eche novia y sienta unas incontenibles ganas de decir te quiero, o cuando esté con una chica que acabe de conocer y que me guste mucho y arda en deseos de soltarle cuán bonita o simpática o inteligente o atractiva -o todo eso junto- me resulta, la próxima vez creo que voy a contenerme, me reprimiré y lo guardaré muy adentro, sólo para mí, y así no les daré motivos para dejar de hablarme, para no besarme, para no quererme... para salir corriendo.