martes, 30 de septiembre de 2008

Laura dijo...


Antes que nada, mil gracias a todos los que estáis teniendo el detalle de dejarme un comentario. En segundo lugar, subrayar que la entrada que publiqué a propósito de las Lauras iba en serio. Lo digo por los comentarios y guiños que todas vosotras, Lauras, me dejáis de vez en cuando en el blog -los cuales agradezco no sabéis cuánto-, pero sois tantas las que conozco (de verdad) y firmáis todas con el mismo nombre (sencillamente Laura, o en su defecto Lau -que para el caso es lo mismo-, sin más, sin dejar siquiera una pequeña pista, un mísero pelo o una pestaña o una molécula de ADN o un diente o una radiografía o una sola de vueatras huellas dactilares, únicas e inimitables), que no alcanzo a saber cual de vosotras ha sido, jajaja. Así que la próxima vez que me regaléis unas palabras, please, que vuestro nombre vaya seguido de un apellido o un mote o un alias o, si lo preferís, de una frase o vocablo que ambos conozcamos y usemos con complicidad.

La imagen colgada no es por nada, tan sólo un pequeño adorno, gracioso, para no dejar la entrada tan sosa.

domingo, 28 de septiembre de 2008

ojalá que llueva...






Cada mañana, cuando entro tranqueando en la cocina, aún dormido, y abro el armarito donde guardo las infusiones y el azúcar moreno, hay un intenso aroma que me recibe con sus buenos días.

Hace algo más de una semana no pude evitar entrar en una "cafetería y tienda de cafés" que hay no muy lejos de mi casa, cuyos granos cantores entonan su perfume a seis voces torrefactas hacia la calle, la manzana y, ya puestos, el resto del barrio, inundándolo todo, hipnotizando narices, obligado –más que invitando- a los inocentes caminantes a entrar sin saber muy bien por qué. A mí, al menos –y doy por sentado que a otros muchos también- me pasó justo eso. Entré ignorando lo que iba a decir, qué iba a pedir y en resumidas cuentas, qué carajo hacía allí. Era como en las películas de dibujos animados, donde el olor de una tartaleta se personifica en una mano que agarra al hambriento de turno de la nariz y lo arrastra hasta su origen.

La joven dependienta me miró, esperando a que yo hablara. Observé un instante los carteles, con cientos de nombres, dibujos, tipos, pesos y precios, y me mareé. Cuando volví a la realidad conseguí mascullar “maldición, he caído en la trampa”. Fue entonces cuando le confesé que no tenía ni idea de cafés, pese a chiflarme su sabor, y que cada vez que pasaba por esa calle me dejaba idiotizar por el aroma de los granos tostados recién molidos; que ignoraba el nombre y la cantidad y el origen y la clase de café que buscaba, pero que no quería salir de allí con las manos vacías.

Tras hacerme un par de preguntas acerca del tipo de cafetera que tenía en casa y la intensidad del sabor que deseaba, llenó un quintal de granos, lo volcó en lo alto de una trituradora y aquel café empezó a cantar en vibrato. La moza me terminó endilgando 250 gramos de café colombiano, 50% natural, 50% torrefacto. Para probar.

Así que, ahora, cada mañana, pruebo y repruebo y me dejo hipnotizar y despejar y entretener por el aroma y la intensidad y el sabor de unos granos molidos expresamente para mí.




¡Mmmm… qué rico!

el palacio de la luna

Hace dos días quedé por el centro con una de mis Lauras. Teníamos pensado ir al cine a ver la última de Woody Allen –Vicky, Cristina, Barcelona-, en V.O.S., pero ella olvidó sus gafas y por tanto no iba a poder leer los subtítulos. Así que optamos por un plan alternativo e improvisado que, mira tú por donde, incluía también cine. Entramos a ver la presentación y proyección de cinco cortometrajes, con excusa de Cortogenia, un festival de cortos que tiene lugar en el cine Capitol el último o penúltimo jueves de cada mes y al que merece la pena asistir de vez en cuando.

El segundo de los cortos, titulado El Palacio de la Luna (sí, igual que la novela de Paul Auster), ha sido el que me ha llevado a escribir esta "enojada" entrada en el blog. Lo que me molestó no fue que el corto fuese malo, que lo era (salvando, también he de reconocerlo, la magnífica fotografía y el posterior trabajo de edición), sino la reacción del público, manifestada en tres sucesivas series de incontenibles aplausos, a los cuales, claro está, me negué a sumarme.
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Antes de la proyección, y como viene siendo normal en esto de los festivales, concursos y certámenes de cortometrajes, los responsables de cada film –presumiblemente los directores-, dijeron unas palabras a propósito del trabajo realizado, bien en forma de explicaciones, agradecimientos o excusas, ante el público que estaba a punto de ver su obra. Cuando la directora de El Palacio de la Luna, Ione Hernández, de 28 años, delgada y timorata, de revuelto pelo pajizo y voz que desvelaba un carácter pusilánime, nombró el título de su película, lo primero que pensé fue: ¿el libro de Paul Auster, a son de qué? Ese detalle, y no sé muy bien por qué, ya me hizo desconfiar de lo que vería. La joven nos advirtió en dos o tres ocasiones de una cosa: la historia, que era la adaptación de un cuento del catalán Ricard Ruiz Garzón, estaba basada un hecho real. ¿Y qué no lo está? El corto, permitidme que os lo destripe, trata sobre un joven esquizofrénico que termina suicidándose. Está narrado en off por el personaje de la madre, que, supuestamente, escribe una carta a Paul Auster (al que llama todo el rato y cacofónicamente “señor Aster”. Aster, sin la “u”) contándole que su hijo, cuando saltó por la ventana y se estampó contra el suelo, en ningún momento soltó el libro de sus manos (“su libro, señor Aster” decía la mujer), como si quisiera aferrase a él en el aire como último salvavidas. El joven, aparte de ser un amante de las películas, trabajar en una productora de cine en la que parece estar contento y haber roto con su novia (no se especifica ni hace cuánto tiempo ni si realmente le importa), sufre depresiones, arrebatos de ira, tormentos de celosa intimidad y otros problemas relacionados con al enfermedad que no se nos terminan de explicar. El juego de las fotos estáticas que se funden creando movimiento cinético a través del curioso montaje, ayuda a crear esa atmósfera agobiante y frenética, esquizofrénica, que lo envuelve todo y lleva al joven a tirarse por la ventana una mañana tras haberse pasado la noche entera leyendo El Palacio de la Luna. Tras fundir a negro y detenernos un segundo en un breve y triste epílogo de la madre, huérfana de hijo, el corto cierra con un pasaje del citado libro de Auster, donde el personaje protagonista, Marco, en primera persona, habla sobre no-sé-qué a propósito de las penurias que había padecido y lo remotamente extraño del viaje hasta llegar con vida a donde estaba, y que, de no ser por las personas que había ido conociendo, ahora no podría contarlas, etc., etc. La sala retumbó en aplausos, como digo, hasta tres veces.
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No sé por dónde empezar a explicar por qué me parecen, sino inmerecidos, sí al menos “coaccionados” esos aplausos. En primer lugar embestiré contra el corto en sí; luego, contra la actitud estúpida de la sala aplaudidora.
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La joven directora de El Palacio de la Luna, que es también la guionista, no es una recién llegada. Ha adquirido buena formación y lleva a la espalda unos cuantos proyectos que la avalan, pero, viendo lo presente, sorprende, pues deja bastante que desear, y el mentado corto parece más bien la pretenciosa obra de un adolescente hablando petulantemente de temas trascendentales, que la de una realizadora de 28 años. Viendo el film tenía la sensación de estar contemplando la obra de un ingenuo director novel, primerizo, tratando con pompa asuntos de los que no tiene ni idea pero cree que sí, y se entretiene con lo abstracto del tormento y sufrimiento humanos, recreándose fatuamente en el malestar y la melancolía, el miedo y la angustia, la soledad y la tristeza, sin reparar en lo increíblemente fácil que resulta el drama, que cualquiera sabe hacer tragedia, hacer llorar; y, por contra, lo complicado pero bienvenido que es siempre hacer reír, y, por ende, lo cuán difícil que es la comedia.
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Los escritos, cuentos y poemas de oscuros adolescentes demasiado sensibles ante la vida, se recrean en la pesadumbre, la aflicción, el dolor. No alcanzan a comprender la vida (¿y quién sí?) y se vienen abajo, desesperados, pedantes, deseando que les miren por sufrir lo inhumano, aborreciendo del mundo, del aire que respiran, de la vida que les rodea. Algunos podrán pasar por emos, pero incluso los emos tienen más estilo. Del mismo modo muchos cortometrajistas imberbes me recuerdan, por el tema de sus historias, y especialmente la forma de contarlas (una veces, un revoltijo de imágenes imprecisas, desenfocadas y abstractas; otras, tomas largas y presumidamente contemplativas), a estos adolescentes aturdidos e hipersensibles que, como decía arriba, hablan sólo de chorradas, creyendo que no hay esperanza para nada y que para qué entonces vivir, pues el mundo se acaba mañana.
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Aclarado lo que pienso sobre el corto, paso a hablar sobre el público de la sala y su aplauso hasta tres veces repetido:
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Aparte de los amigos, familiares y demás sobornados que acudieron al estreno para apoyar a la directora (se me olvidaba decir que es un festival donde, curiosamente, los votos se obtienen de la gente que ha ido a ver el pase, mediante unas papeleteas que se rellenan y echan a una urna a la salida), la gente que aplaudió, no sé hasta qué punto lo hizo porque realmente le había gustado, le había tocado la fibra, o porque se sintió cohibida por dos cosas distintas pero interrelacionadas: el tema y la conciencia común. Me explico. El tema es la esquizofrenia, que acaba con el suicidio del joven. No aplaudir significaría ser tachado de insensible, pues se supone que el corto está hablando de algo duro, doloroso e intenso, que debe de roerle a uno por dentro y despertar la compasión por el pobre chico y su madre. Si no lo haces, eres inhumano, un monstruo. Y justo esto está en directa relación con lo segundo: la conciencia común, lo políticamente correcto, lo que se supone que todos debemos pensar. Hace poco leí un acertado artículo de mi siempre admirado Javier Marías que hablaba exactamente de eso, de la falta de opinión. Se nos ha vendido siempre hipócritamente la moto sobre la libertad de pensamiento y el hecho de que debemos tener opinión (personal), pero en realidad la subjetividad está muy mal vista. Aquél que ha elaborado un juicio propio de las cosas y no coincide con el grueso de la población, va contracorriente, al reverso que el resto, y por ello se le condena, se le tacha de ser distinto o cruel o desvergonzado o despiadado o vete tú a saber. Cada uno es libre de pensar lo que quiera sin que por ello lo lapiden. Aquélla falacia de “lo respeto pero no lo comparto”, es una absurdez como un templo. Las personas y su derecho a expresar sus ideas sí son respetables, pero las ideas en sí no tienen por qué serlo, incluso todo lo contrario, pueden ser –y en ocasiones han de ser- condenadas y aborrecidas (el fascismo, el racismo, el machismo, etc).
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Por eso mismo me pareció tan mal que todo el mundo aplaudiese a la par, sin cuestionarse muy bien por qué aplaudían, llevados por la ola del rebaño. De haber algún tímido que dudaba al respecto, cobarde, aplaudió también, temiendo que el vecino de butaca lo mirase de reojo tachándole de desalmado.
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Escuché a una chica justo a mis espaldas, en mitad del segundo aplauso, que le recordaba a su acompañante lo que había sentenciado la directora hacía unos minutos “está basado en un hecho real”, como si por ello la cuestionable calidad de la obra quedase perdonada, como si diese igual lo que se contara que, si era emotivo, si estaba basado en una tragedia acaecida realmente, entonces era meritoria de todos los premios y ovaciones…
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Para colmo, Paul Auster. ¿Qué necesidad había de meter a Auster ni a su novela ni nada que lo relacionase? Pues nada tenía que ver. De hecho, si se hubiese optado por otro escritor u otra novela hubiese sido exactamente igual. Mi queridísimo Auster ¡qué mal te han hecho! La novela El Palacio de la Luna es una maravilla, y si Marco, el protagonista, como dije al principio, vivió una serie de situaciones límite, es única y exclusivamente porque, al fin y al cabo, de eso se trata una historia, una ficción, una película o una novela: de poner a unos personajes al límite y ver cómo actúan. Y no es nuevo, ni la primera novela que tiene a su personaje muerto de hambre o al constante filo del abismo. Supongo que a un joven esquizofrénico cualquier cosa le ha de afectar, pero insinuar que esa gota que colma el vaso y lleva al chico al suicidio, es un pasaje del citado libro, es hacerle un flaco favor a Auster.

Creo que el corto no contaba nada nuevo, y no con esto quiero decir que ya todo esté dicho y que lo único que cambia es la forma de contarlo, que en cierto modo también es verdad. Quiero decir que la historia no era ni historia, tan sólo un suceso trágico. No tenía ni la rareza de lo anecdótico, ni la magia de las coincidencias, ni giros inseperados, ni un final moralizante; la historia en sí no era novedosa, ni peculiar, ni atractiva, ni salía de lo ordinario (la muerte no lo es). Y si una historia se cuenta es precisamente porque tiene algo de eso.

Sea como fuere, insisto, mi intención no era hablar sobre el corto en sí, y aún menos de la esquizofrenia o el suicidio, sino, como decía más arriba en uno de los párrafos, de la conciencia común y el aplauso en manada, por temor a lo que piense el de al lado y te acusen de desalmado.

viernes, 26 de septiembre de 2008

parecidos



Del mismo injusto modo que le tomamos manía a alguien sencillamente porque nos recuerda, por el físico o los gestos, a otro alguien a quien en verdad detestamos, también ocurre que, a veces, y es igual de injusto, sólo porque una persona nos rememora a otra a la que amamos o deseamos, pasamos inmediatamente a desear o a amar también a aquélla, aunque no haya hecho absolutamente nada para merecerlo, tan sólo parecerse, que no es poco.

miércoles, 24 de septiembre de 2008

pasarela Mojacar


Dos escuálidas veinteañeras llegaron a la playa. Aunque sólo llevaban la parte de abajo del bikini cualquiera diría que hubiesen caminado toda la vida desnudas. La una, tocada con un sombrero de copa de fieltro, fabricado seguramente por ella misma; la otra, portando un quitasol de aires indios, que seguramente no fabricó ella misma. Entre las dos llevaban un abultado saco tan grande como la Tierra -atlantes con vagina soportando el peso de su mundo-. Tras pararse y extender una toalla sobre la ardiente arena comenzaron a vaciar el contenido del misterioso saco ante la furtiva mirada de los curiosos. Trapos y más trapos de mil colores que caían formando un altozano textil, una cordillera de vespuntes, un amasijo de tonos, hilos y gustos. Cada una se puso el primero que pilló y empezaron a deambular playa arriba, playa abajo, exhibiendo los modelitos de estampados reversibles. A simple vista eran manteles usados, retales de alguna sábana vieja, pero sobre sus delgadas figuras de infantiles pechos y grácil caminar lucían como los diseños de una pasarela de alta costura. Al rato, un rebaño de mujeres de muy distintas edades cercaba el improvisado tenderete. Mientras la una contestaba sonriente a las preguntas de las interesadas, la otra, invitando a acercarse a las más tímidas, aprovechaba para seguir sacando sin fin modelitos del bolso de Mary Poppins.

viernes, 19 de septiembre de 2008

hola, don Pepito


Son personas aparentemente normales: no vienen de Marte ni hablan dialectos desconocidos ni brillan en la oscuridad. Tampoco comen plancton para desayunar ni leen el periódico del revés, no hablan de la teoría de supercuerdas mientras hacen el amor ni realizan la fotosíntesis en la intimidad. Son, a fin de cuentas, gente corriente, aparentemente normal en todo, excepto en una cosa: no saben dar la mano.

Todos, o al menos todos los que tenemos por costumbre dar la mano al saludar* (con excepción de los que se dan uno, dos o cuatro besos, o un efusivo abrazo, o, como los nipones, se saludan con reverenciales inclinaciones de cabeza*), todos, alguna vez, hemos vivido la experiencia de dar la mano a alguien que, sin saber muy bien por qué -y ésa es una pregunta que me carcome- no saben dar la mano, no bien, al menos no como el resto.

No la estrechan, no la toman entera con la palma abierta y luego dan un apretón más o menos fuerte, no, sólo la dan a medias, a la mitad, nunca del todo. Sostienen, casi con desidia, sin determinación, diríase que hasta con miedo, la mano ajena; y el que recibe el susodicho amago de saludo, blando, flácido, sin firmeza, no puede evitar sentir una especia de escalofrío, algo así como repugnancia.

Freud, seguro, achacaría esto a un subyacente complejo de raíz sexual; yo, no lo tengo del todo claro. Tal vez, tras su apariencia de pequeños hombres de infantiles manos, se escondan auténticos Hércules con músculos de acero, y tanto teman descuajaringar la mano del otro con un apretón, que, por no pasarse, ni llegan. A lo mejor, trabajan en un gabinete de protocolo, enseñando a dar la mano a los políticos de turno y entrenando su falsa sonrisa demagoga, y entonces, una vez fuera del curre, cansados como están de repetir lo mismo una y otra vez, exhaustos, cuando les toca saludar de verdad, lo hagan sin esforzarse, pues, como es bien sabido, en casa del herrero, cuchillo de palo. O tal vez, en sus ratos libres, participen en ilegales combates de Moai Tai, y para eso se entrenen, no golpeando sacos de boxeo, sino triturando con sus nudillos enormes bloques de hielo, por lo que, cuando toca saludar a alguien, ponen cara de afligidos, dan remolonamente la mano, y, al hacerlo, gritan en inaudible voz baja ¡Auh!

*dar la mano: se dice que dar la mano viene de antiguo, de cuando los romanos. Al parecer estrecharse la mano derecha (la mano del arma, la que simboliza poder y justicia) implicaba, primero, soltar el arma y hacerle ver al otro que ibas con buenas intenciones. Lo que realmente se estrechaba entonces era el antebrazo del contrario, para comprobar o asegurarse de que no guardaba una daga en la manga. Los magos y jugadores de cartas se saludan así también. Luego, se cree que en el siglo XIX, se fijó la costumbre de darse formalmente la mano entre hombres de igual alcurnia y posición para cerrar tratos comerciales. Y de ahí, hasta hoy.

*japoneses: parece ser que los japoneses no se saludan ni con apretones de mano ni con abrazos y ni qué decir tiene de los besos, por considerar el contacto físico descortés y antihigiénico, por eso optan por la inclinación de cabeza. Curioso, ¿no?

los restos



A propósito del arte antiguo y medieval. Tiene que ser muy desalentador para un historiador especializarse en, vivir para y, por supuesto, amar un arte en cierto modo extinto, que existió esplendoroso en su día, pero del que hoy no queda prácticamente nada.

Decoraciones, revestimientos y finísimas riquezas que no han llegado hasta nosotros y de las que tan sólo tenemos noticia por crónicas y otras fuentes escritas. Unas cuantas piedras desperdigadas por el suelo y el entregado especialista ha de imaginar el resto.

Es como añorar a la persona amada en la distancia y sufrir el tormento de que, a falta de foto, y por mucho que te esfuerces en intentar recordarla, la recóndita, hudiza e incierta imagen formada torpemente en la cabeza ni se aproxima, de nada sirve, no alcanza para acallar nuestro prurito. No es suficiente, pero, a falta de algo mejor, tenemos que conformamos con eso.

miércoles, 17 de septiembre de 2008

Laura



Laura (del lat. laurus, victoria) s. f. Dícese de la persona, preferiblemente mujer, afectiva y desinteresada que practica la magia y hace felices a los que la rodean. SIN. Colega, compañera, amiga.

Si repaso mi lista de amistades femeninas (amistades, que no ligues), y ya puestos, mi lista de amistades, a secas, hay un nombre que destaca clara y profusamente sobre los demás, repitiéndose una y otra vez: Laura. No me he fijado, pero, tal vez, en mi horóscopo, en el libro gordo de los cumpleaños, venga debajo y en ilegible letra pequeña “toda su vida se la pasará usted conociendo Lauras”. Y es verdad. De un largo tiempo a esta parte parece como si sólo hubiese conocido Lauras, o siendo un poco más justos, me hubiese quedado en calidad de amigas sólo con chicas bautizadas con dicho nombre. Y no me quejo, en absoluto, todo lo contrario. Gracias a ellas me he enamorado y también pasado fabulosos ratos de sexo, he desvariado a causa de cañas de más y he tenido con quien hablar largo y tendido. Las he añorado cuando no estaban y las he terminado viendo hasta en la sopa cuando sí. Algunas más, otras menos, pero todas y cada una me han prestado generosamente su tiempo, su atención, sus risas y, con especial cariño, su hombro para desahogarme cuando más lo necesitaba.

Pero, ¿cual es el motivo? ¿Por qué nada más aparecen Lauras en mi laureado inventario de amigas? ¿A qué se debe? ¿Acaso, a una extraña y enfermiza obsesión por ese nombre? O tal vez todo revele un chiste de la Providencia, por el que, tras hacer una finísima criba entre las personas que voy conociendo y tan sólo quedarme con las mejores (fruto de la exigencia), coincide que dichas personas –y he ahí la broma o guasa- son chicas que responden al nombre de Laura. O triste, cruel, pero sencilla y lógicamente se deba a que, de entre todas las chicas conocidas, tan sólo ellas sean capaces de aguantarme. A lo mejor son santas. A lo mejor, efectivamente, las personas nacidas bajo ese nombre poseen el don de la paciencia y el de hacer sentir especiales a los demás y el don de ser luz en la oscuridad y calma en el barullo; y por supuesto manejan como nadie el arte de la alquimia, tornando aburrida misa latina en divertida fiesta pagana. Pero, si hay algo que describe a estas santas muchachas, ese es, sin duda, su gusto, atrofiado y extravagante, que les lleva sin perdón a aceptar -como si de una casa de beneficiencia se tratase- a causas perdidas, necesitados de atención, almas en pena y, a finde cuentas, gente rara como amigo.

Supongo que si algo me ha llamado a escribir esta entrada en el blog ha sido únicamente las ganas de agradecérselo, de confesarles lo que ya saben, que me gustaría que siempre estuvieran allí, de repetirles una vez más que las quiero y, sobre todo, que no cambien: pueden teñirse el pelo, menguar de tamaño o ponerse tetas, pero no cesar de ser quienes son, jamás dejarse sobornar y nunca -nunca- olvidar su nombre.



Siento si me repito con esta película. Sé que bauticé este blog con un fotograma de la misma y ahora vuelvo a la carga con el cartel, pero, como veréis, era imperdonable no ponerlo, jajaja. Y, por cierto, la de arriba del todo, la de la foto en B&N, por si alguno se lo está preguntando, es la mismísima Gene Tierney, es decir, Laura, conseiderada por muchos como la mujer más bella de la historia del cine. La verdad, no me extraña.

martes, 16 de septiembre de 2008

leviatán



Estaba en el metro. Acababa de emparedar a mi pobre libreta con una aburridísima e interminable perorata sobre yo-qué-sé-qué, y me disponía a leer por fin el libro que llevaba bajo el brazo, que ya era hora (dicen que un escritor que escribe más de lo que lee no puede ser un buen escritor), cuando, de pronto, sin avisar, así, sin más, entró en el vagón un individuo joven, trajeado, con tez y acentos puertorriqueños y Biblia en mano, y se puso a evangelizar a los allí presentes, impidiéndome, como es normal, mi ansiada lectura… Pero lo que me impidió abrir el libro y leer no fueron las entonaciones místicas de aquél tipo de no más de 25 años, ni el chorro constante de palabras que salían por su boca por no saber muy bien qué seguir diciendo –parecía que le hubiesen enseñado que predicar es un acto, no de fe, sino de parlotear sin pausa, sin sentido, sin dejar aparentes resquicios de duda alguna ante lo que se defiende o alega-, tampoco las mismas palabras repetidas una y otra vez (sacramento, sagrado, señor, camino, luz…) ni las sandeces a propósito de la inconmensurable misericordia de Cristo ni las insostenibles argumentaciones sobre la existencia de Dios, no. Lo que me hizo interrumpir la lectura fue otra cosa. Lo que me llevó a sacar de nuevo el portaminas (sólo escribo con portaminas) y hundir la punta en la hoja, fue lo siguiente: el emocionado predicador empezó diciendo que él, antes, era un joven sin futuro, metido en drogas, armas (usó la palabra pistolas), y otras fechorías a sus espaldas de las que se avergonzaba demasiado como para confesarlas en voz alta, pero que, entonces, un día, vio la luz, Cristo y su iglesia lo acogieron, lo rescataron de las calles y le enseñaron el buen camino. Al parecer, a raíz de y gracias a todo eso, aprendió a amar al prójimo, a condenar la violencia y soñar con un mundo mejor para el mañana, bajo el cobijo y el amoroso abrazo de Dios Nuestro Señor. Y en ese momento, justo en ese momento, me dio por pensar y me derrumbé. Es verdad que las religiones han sido, y siguen siendo hoy en día (con trasfondo político-económico, por supuesto), motivo de iracundas y encarnizadas luchas, versus, cruzadas y odios entre los mortales. Pero sería injusto negar que, del mismo modo, también se le puede agradecer que la gente abandone sus endiabladas vidas llenas de egoísmo y destrucción, y opten por seguir una senda, no más beata, sino más civilizada. Lo que me mortifica es pensar: ¿por qué necesitamos de la religión para curarnos, para salir del hoyo, para –a fin de cuentas- vivir? ¿Acaso no tenemos filosofía, no tenemos preceptos morales, no hay dogmas éticos que sostengan la vida, una vida lejos del salvajismo y la brutalidad animal? ¿Acaso lo único que mantiene a la gente en la tesitura de la decencia y la honradez es la ley (la de Dios y la de los Tribunales)?

Luego pienso: ¿tenemos todos que llegar a esa civilización fraternal, pacífica y cordial, de la misma forma? Si es la civilización el fin último, ¿qué más da cómo se consiga? podría pensarse. Pero eso lleva irremediablemente a otra pregunta: ¿el fin justifica los medios? ¿Qué tiene de inconveniente un medio como la religión? Demasiadas cosas. No voy a ponerme a enumerarlas ahora -tal vez otro día-, y estoy convencido de que todos los que lean esto tendrán en su cabeza alguna, pero tienen que ver con conceder credibilidad y poder a unos colectivos que aprovechan dicho poder para perpetuar una idea concreta de cómo debe ser el mundo y vendérsela al resto como verdadera, con las bien sabidas condiciones e inherentes consecuencias: lo referente al aborto, al uso prohibido del condón, la homosexualidad, el pecado original, sentimientos de culpabilidad, etc., etc., etc. Aunque, de todas estas cosas, la que sigue pareciéndome peor es la que ya he comentado más arriba: la falsedad, es decir, evitar que el hombre sea hombre civilizado por sí mismo y no por la avaricia de obtener unas promesas eternas en la otra vida; no porque realmente se sienta bien haciendo el bien a otros, sino porque su religión así lo ordena. Pero algo bueno tendrá que tener. ¡Hasta ahí llegáramos! Si encima no tuviesen cosas buenas, ya sería el colmo. El hinduismo tiene el sexo tántrico. El Islam ha parido la Mezquita de Córdoba. El cristianismo, La Capilla Sixtina, también el rico y maravilloso vino*, los organa discantus y melismáticos del Codex Calistinus y poco más, jajajaj.

Mi conclusión es que, Hobbes aparte, la única religión que puede profesarse sin dicha alguna ni peligro de eretismo, es la del amor.
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*vino: En la Edad Media, tras las invasiones bárbaras y la imposición de su nórdica bebida, la cerveza, los monasterios cistercienses siguieron cultivando el vino, pues, al simbolizar la sangre de Cristo, era necesario para la celebración de la eucaristía.

lunes, 15 de septiembre de 2008

Los Santos Inocentes



Cuando terminas de ver la película estás deseando coger un libro de Delibes -cualquiera- y sumergirte en esa España rural, castiza y feudal de los años 50-60 que con tanta crudeza, pero no por ello menos ternura, supo imprimir el escritor vallisoletano en las páginas de sus obras. La adaptación que Mario Camus hace de Los Santos Inocentes es de merecido aplauso. ¡Qué imágenes, qué bien dirigida y qué brutal interpretación! Alfredo Landa y Juan Diego, sencillamente geniales; lo de Paco Rabal, eso ya no tiene nombre. Para todos aquellos que no la hayáis visto, os la recomiendo fervorosamente. Veréis cómo, después, cuando cierren los créditos, no podéis frenar el impulso de ir a la estantería o la biblioteca o la librería más cercana a por un ejemplar de Las Ratas o El Camino o Cinco Horas con Mario o cualquier otro.

domingo, 14 de septiembre de 2008

Tierra Media


Los pobres porque son pobres y los ricos porque quieren más poder, no hay nadie y a quién poder fiar el título de edil en pueblo alguno, ciudad, esquina o rincón de esta enorme piel de toro adonde te dirijas. La especulación inmobiliaria, recalificaciones, permisos y demás expropiaciones que lucran a los constructores, sería imposible sin la complicidad de los ayuntamientos que lo permiten. Pero, ¿quién puede negarse a no ser corrupto cuando hay una hipoteca que pagar o una jubilación que pinta demasiado negra o cuando tu hija se casa y regalarle un pisito no sólo sería la mejor de las dotes sino un lujo que pocos pueden permitirse? ¿Quién puede negarse cuando a tu pueblo van de veraneo los actores de “jolibud” -esos con tanto glamour, a los que tu mujer tanto admira-, y la tentación de darles una vueltecita en el yate que no tienes (aún), es más fuerte que la voluntad de ser honrado? Ser alcalde es como el poderoso anillo de El Señor de los Anillos: los avariciosos lo desean, envenados por la codicia; los decentes prefieren tenerlo lejos, pues saben que, de poseerlo, tornarían igual que aquéllos.

sábado, 13 de septiembre de 2008

unas palabras...


Antes que nada, bienvenidos.

Creo que el título del blog lo dice todo. Totum revolutum. Un saco sin fondo donde ir metiendo todo aquello que no debe quedarse en ningún sitio, y para todos aquellos que me preguntan siempre qué narices anoto en mi celosa libreta, pues bien, por fin podréis haceros una idea.

Resumiendo... Éste, mi por fin estrenado blog, será un espacio igual de pretencioso e insignificante que el resto, pero al menos será mío, jajaja.

Los que os estéis preguntando por los dos tipos de la imagen, son Clifton Webb y Dana Andrews en un fotograma de la película Laura (1944), el famoso clásico de Otto Preminger. Me encanta esa escena en la bañera.

Y por último, y no es por hacer la pelota a nadie, mi más sincera felicitación a blogger.com, tanto por el divertido diseño de las páginas como por lo fácil que lo hacen todo. Así, cualquiera.