lunes, 6 de octubre de 2008

cárcel



Guapuras aparte, el hombre vive atrapado en un cuerpo, uno en el que le ha tocado vivir, en el que se siente encerrado, del que no puede escapar… o sea, una cárcel.

Y con esto no me refiero –o al menos no en principio, aunque también se podría meter dentro del mismo saco- al hecho de sentirse a disgusto con el propio cuerpo por creerlo demasiado alto o bajo, delgado o gordo, narigón u orejotas, paticorto o cuellilargo, o chepudo o lo que sea. No. Más bien hablo de cárcel en el sentido de que el cuerpo es una carcasa malhecha, caduca y en constante estado de avería necesitada de reparaciones. El cuerpo humano es imperfecto, no cesa de enfermar, de oxidarse a cada paso. Y cuanto más pasan los años más se acentúa este fenómeno, hasta que ya no puede marchitarse más, y muere. (A veces pienso que nacemos predispuestos para enfermar y rompernos, que la naturaleza nos programa frágiles y deficientes con objeto de morir pronto y hacer que la vida continúe en la próxima generación.) Justo cuando la mente torna madura y le siguen fructíferas experiencias ricas en matices, cuando se valora la existencia como algo con fecha límite que hay que aprovechar, cuando se empieza a disfrutar de los placeres adultos de la vida, es cuando el trastajo se escacharra y hay que perder el tiempo una y otra vez con los constantes arreglos -cuando la cosa tiene solución-, y con las constantes lamentaciones y recogidas de aceite -cuando no-. Si uno, por poner un ejemplo, queda cojo o tuerto o sufre de ciática o no saliva bien o es diabético o le falla un riñón o lo que sea, sabe que el resto de la vida que le queda (a veces mucha) se la tirará padeciendo las molestias y dolores y carencias que dicha pierna u ojo o nervio o glándula u órgano le están causando minuto tras minuto. La angustia y desazón de pensar que el cuerpo no es un robot con repuestos que poder sustituir y problema resuelto, sino un invento desastroso que pierde irremediablemente tuercas por el camino y que ese mal le acompañará a uno hasta el día en que muera, nos termina asustando y deprimiendo y agotando, y a la postre llevando a ceptar -que no olvidar- sin más remedio y de mala manera la carga que habremos de llevar el resto de nuestros días.

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