jueves, 2 de octubre de 2008

el chico del metro


Nunca sabes cuándo te vas a encontrar con lo que será –o que te dará la idea para- el artículo (permitidme vanidosamente que lo llame así) que colgarás ese día en el blog. Una vez lo tienes, empiezas a darle vueltas, buscas las palabras y, temiendo que se te olviden por el camino, las medio apuntas en la libreta, deseando llegar por fin a casa para soltarlas y escribirlo. Luego vendrá la foto, pero eso ya es otro asunto.

Tal vez lo que estáis a punto de leer sea sólo producto de mi imaginación y no se corresponda con la realidad, equivoacada, cambiada o distinta una vez pasada por el filto de mi experiencia. Javier Marías (me veréis citándolo muy a menudo) y otros muchos escritores de ficción dirán, no sin razón, que al fin y al cabo eso es lo que hacemos –consciente o inconscientemente- al escribir, sea lo que sea lo que escribamos, y con más motivo si es ficción, pues al instante justo de transcribir en palabras un hecho real (experimentado, atestiguado o sentido), o una historia imaginada (soñada o inventada) ya lo estamos distorsionando irremediablemente.


Volvía en el metro cuando he visto a un chico que no llegaría -calculo- a la veintena. De inmediato he reconocido algunos detalles que me daban a entender que el chico tenía algún tipo de discapacidad, pese a no aparentarlo a simple vista. ¿A qué detalles me refiero? ¿Por qué los conozco?. Tal vez las respuestas a estas preguntas se deban a que mi hermano pequeño también tiene “problemas” (es el eufemismo más recurrente), y tengo, como es natural, trato con sus compañeros y amigos de colegio cuando vienen a casa, aparte de yo haber sido (ya no) monitor de chicos discapacitados los fines de semana, y estoy por tanto acostumbrado a fijarme en cómo se mueven, respiran, pestañean y se desenvuelven estos chavales con deficiencias intelectuales; lo que me ha servido en este caso para saber “leer” (creo) una serie de características afines a muchos de ellos y que también he visto, como decía, en el chico del metro. Lo primero que me ha llamado la atención ha sido su andar, que desvelaba un ligerísimo arrastrar de pies. Sus zapatillas eran sin cordones (aparte de lo complejo y abstracto que puede llegar resultar el entramado de un simple nudo de calzado, muchos de ellos tienen también trabas psicomotrices). Del mismo modo, su pantalón venía atado con una cinta y no con un cinturón (por lo mismo, lo complejo del sistema de evillas). Dicho pantalón se desentendía de unos bajos demasiado caídos que iba pisando a cada paso. Su desaliño a la hora de llevar la camiseta podría pasar desapercibido, como algo normal en un joven descuidado, pero, contando con lo antes dicho, sumaba otro tanto. Llevaba un reloj digital que no cesaba de mirar una y otra vez, como si temiera que los minutos echaran a correr de repente, sin avisar, haciéndole llegar tarde. En la otra mano, una carpeta donde sobresalía claramente la hoja impresa de un callejero, con el camino señalado en rojo hacia algún sitio. Y luego, su mirada, perdida tras unas gafas que le hacían los ojos un tanto pequeños y desconfiados del mundo. Pero si hubo algo en lo que me fijé desde un principio y no pude evitar detenerme una y otra vez, esa fue su belleza, pues era un chico realmente guapo. Alto, delgado, de cara un tanto chupada, de pómulos marcados y labios carnosos. Rubio el cabello y rubia la barba de dos días. Gracioso, atractivo, con garbo.

Saqué la libreta y anoté: “No es lástima, ni pena, tampoco compasión, ni piedad, tan sólo un inconfesable sentimiento de amor y cariño y necesidad de abrazar y proteger del mundo vil y cruel a un ser tan puro e inocente y bondadoso, sin un ápice de maldad. Sencillamente quiere desenvolverse y llegar sencillamente a donde el callejero indica, y, sencillamente, hacer el resto de cosas sencillas, corrientes y mundanas que la gente normal y sencilla lleva a cabo sin mayor dificultad, sin pensarlo, sin darle importancia, sencillamente”.

Insisto que tal vez todo esto haya sido producto de mi mente, creyendo ver siempre más allá de lo que hay, y el chico en cuestión no tenga ningún tipo de deficiencia ni nada que se le parezca, que arrastraba los pies porque estaba cansado de patear Madrid de arriba abajo en busca de un curro (y de ahí el plano con las calles), que sus zapatillas eran sin cordones porque están de moda, que sus pantalones tenían lazo y no cinturón porque es más fashion, que su desaliñada camiseta se debía efectivamente al descuido propio de la edad, que su mirada extrañada se debía a la miopía y la timidez, y que su obsesiva fijación con el reloj y la hora se explicaban porque había quedado con la novia y si llegaba tarde ésta le iba a cantar las cuarenta, otra vez.

Sea como fuere, es un sentimiento que no dejo de tener siempre que me topo por la calle con un chico con problemas, y sufro temiendo que no termine de saber llegar por sí solo a donde se dirige, temiendo que le pase algo, que algún malnacido se aproveche, que no haya nadie para sacarle de un apieto, que un imprevisto al que cualquiera sabe enfrentarse le lleve a no saber responder y verse desborado por una situación que no controla.

Por otra parte -y ahí está lo emocionante- no quieren quedarse en casa al cobijo de la seguridad paterna, al contrario, ni cortos ni perezosos, están deseando salir a la calle y descubrir la vida por sí mismos y coger el transporte público e ir a tal sitio y volver a casa y ver y aprender y tocar y meterse en líos y comerse el mundo. Ansían la autonomía y hacer el resto de cosas que hace el resto del globo. Y eso es digno de aplauso y de no poder evitar mirarles con la mayor de las ternuras y de avergonzase uno de sí mismo ante los temores y las trabas que se autoimpone para no enfrentarse a sus sueños. Y, ya puestos, preguntarse por qué.

1 comentario:

Anónimo dijo...

"con problemas"...menudo eufemismo inapropiado ( y coincido en que su uso es mas que constante). Me costo mucho, muchisimo, replantaerme el significado que subyace debajo de la "pena" que solemos sentir al encontarrnos con estas personas.Me costo mucho reconocer que yo participaba de esa pena, impidiendome poder intervenir profesionalmente de la amnera adecuada. Mis maestros fueron increibles, me desvelaron cual era la clave: AUTONOMIA. COmo dices, es el sueño de muchos, y tambien su derecho, y por ello hay que aportar todo lo que podamos para que lo tengan. En la mdida que puedan, en la medida posible para cada uno (no es distinto para los que no tenemos discapacidades reconocidas). Tu lo vives en casa y sabes que digo...