jueves, 16 de octubre de 2008

las cuentas


La Historia del Arte es, al menos hasta el Renacimiento, básicamente anónima. Nunca –salvo las siempre presentes excepciones- se han conocido los nombres de los arquitectos o escultores o pintores que han levantado pirámides, adornado palacios, decorado villas, embellecido plazas, revestido catedrales, enorgullecido pueblos, retratado reyes y engalanado princesas. Hasta los albores de la Edad Moderna los nombres de estos artistas han pasado sin pena ni gloria, no ocurriendo lo mismo con el nombre del omnipotente soberano o del adinerado noble o del entusiasta abad que ordenó su construcción, o en menor grado del director de obra o del superintendente del proyecto o de aquel otro miembro de la corte al que se le confió supervisarla. Salvando a los griegos, que tal vez por su carácter más antropocéntrico hicieron disfrutar a sus artistas de una mayor consideración (pese a seguir tachándolos de asalariados), los egipcios, los mesopotámicos, los romanos y los europeos altomedievales, no permitieron a sus artistas -a los que veían como simples artesanos, obreros manuales sin ningún mérito intelectual- firmar sus obras y pasar a la posteridad como artífices de tamaños monumentos. Imhotep, el famoso arquitecto egipcio y el primer arquitecto conocido de la historia, el mismo responsable de la Pirámide escalonada de Saqqara, resulta que no fue realmente el arquitecto de la misma en el sentido estricto, no al menos a la hora de diseñar matemáticamente el edificio y proyectarlo en el espacio, calculando pesos y medidas y estructuras y vectores de fuerza, ideando andamios, herramientas y otros ingenios necesarios para levantarlo, qué va, sino el que lo dirigió desde un punto de vista administrativo y veló porque se materializara.

Una vez llegados a la Baja Edad Media, la época del Gótico, descubrimos una colección de cuartillas y documentos donde se recoge el nombre del maestro albañil o del vidriero o del pintor o del orfebre o del supuesto responsable de tal obra. Se trata de contratos donde, además del nombre, se estipulan estricta y escrupulosamente las cantidades de piedra, cristal, pigmento u oro necesarios, plazo acordado para realizarla, salarios convenidos, condiciones de trabajo, número de obreros o ayudantes que se requieren, etc., hasta el más mínimo detalle. Si el proyecto se retrasaba y se incumplía el plazo o se dejaba a medias o se robaba material o la obra se venía abajo o lo que fuera, el artista, con su nombre registrado e imborrable, asumiría todas las culpas, a él se le pedirían cuentas. Si se anotó su nombre fue sólo por un asunto de responsabilidades civiles, de desconfianzas, de compromisos que es mejor cumplir. Si la obra sale bien y es hermosa y todo el mundo la aplaude, dichos vítores irán sólo para su impulsor económico, el ilustre cortesano, o el respetado obispo, o el distinguido rey, pero nadie se acordará jamás del anónimo y verdadero artífice, del dibujante, del ceramista, del escultor, del fresquista, del forjador, del maestro albañil o del orfebre. Por el contrario, si la obra sale mal, rodarán cabezas, se pedirán explicaciones, se obligará por contrato a acabar lo empezado y se mentará a las madres de los incompetentes artesanos.

Entiendo que no se puede mirar con ojos de hoy una situación de hace más de medio milenio y demandar para el artista un título que por aquel entonces ni existía, que la época tuvo sus razones para que todo fuera como terminó siendo, pero no deja de entristecerme el pensar que si conocemos los nombres de algunos de los responsables materiales de determinadas obras de la Edad Media y del Renacimiento y hasta del Barroco, es sólo por una cuestión económica, para salvarse el rico las espaldas, para tener a alguien a quien pedir cuentas.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

No actualizas el espacio, eh???? jajajaja

Álex Acosta dijo...

A ver si me pongo, sí, que ya va siendo hora... Esta semana sin falta escribo algo, jajaja.