martes, 30 de septiembre de 2008
Laura dijo...
domingo, 28 de septiembre de 2008
ojalá que llueva...
Hace algo más de una semana no pude evitar entrar en una "cafetería y tienda de cafés" que hay no muy lejos de mi casa, cuyos granos cantores entonan su perfume a seis voces torrefactas hacia la calle, la manzana y, ya puestos, el resto del barrio, inundándolo todo, hipnotizando narices, obligado –más que invitando- a los inocentes caminantes a entrar sin saber muy bien por qué. A mí, al menos –y doy por sentado que a otros muchos también- me pasó justo eso. Entré ignorando lo que iba a decir, qué iba a pedir y en resumidas cuentas, qué carajo hacía allí. Era como en las películas de dibujos animados, donde el olor de una tartaleta se personifica en una mano que agarra al hambriento de turno de la nariz y lo arrastra hasta su origen.
La joven dependienta me miró, esperando a que yo hablara. Observé un instante los carteles, con cientos de nombres, dibujos, tipos, pesos y precios, y me mareé. Cuando volví a la realidad conseguí mascullar “maldición, he caído en la trampa”. Fue entonces cuando le confesé que no tenía ni idea de cafés, pese a chiflarme su sabor, y que cada vez que pasaba por esa calle me dejaba idiotizar por el aroma de los granos tostados recién molidos; que ignoraba el nombre y la cantidad y el origen y la clase de café que buscaba, pero que no quería salir de allí con las manos vacías.
Tras hacerme un par de preguntas acerca del tipo de cafetera que tenía en casa y la intensidad del sabor que deseaba, llenó un quintal de granos, lo volcó en lo alto de una trituradora y aquel café empezó a cantar en vibrato. La moza me terminó endilgando 250 gramos de café colombiano, 50% natural, 50% torrefacto. Para probar.
Así que, ahora, cada mañana, pruebo y repruebo y me dejo hipnotizar y despejar y entretener por el aroma y la intensidad y el sabor de unos granos molidos expresamente para mí.
el palacio de la luna
El segundo de los cortos, titulado El Palacio de la Luna (sí, igual que la novela de Paul Auster), ha sido el que me ha llevado a escribir esta "enojada" entrada en el blog. Lo que me molestó no fue que el corto fuese malo, que lo era (salvando, también he de reconocerlo, la magnífica fotografía y el posterior trabajo de edición), sino la reacción del público, manifestada en tres sucesivas series de incontenibles aplausos, a los cuales, claro está, me negué a sumarme.
Creo que el corto no contaba nada nuevo, y no con esto quiero decir que ya todo esté dicho y que lo único que cambia es la forma de contarlo, que en cierto modo también es verdad. Quiero decir que la historia no era ni historia, tan sólo un suceso trágico. No tenía ni la rareza de lo anecdótico, ni la magia de las coincidencias, ni giros inseperados, ni un final moralizante; la historia en sí no era novedosa, ni peculiar, ni atractiva, ni salía de lo ordinario (la muerte no lo es). Y si una historia se cuenta es precisamente porque tiene algo de eso.
Sea como fuere, insisto, mi intención no era hablar sobre el corto en sí, y aún menos de la esquizofrenia o el suicidio, sino, como decía más arriba en uno de los párrafos, de la conciencia común y el aplauso en manada, por temor a lo que piense el de al lado y te acusen de desalmado.
viernes, 26 de septiembre de 2008
parecidos
Del mismo injusto modo que le tomamos manía a alguien sencillamente porque nos recuerda, por el físico o los gestos, a otro alguien a quien en verdad detestamos, también ocurre que, a veces, y es igual de injusto, sólo porque una persona nos rememora a otra a la que amamos o deseamos, pasamos inmediatamente a desear o a amar también a aquélla, aunque no haya hecho absolutamente nada para merecerlo, tan sólo parecerse, que no es poco.
miércoles, 24 de septiembre de 2008
pasarela Mojacar
Dos escuálidas veinteañeras llegaron a la playa. Aunque sólo llevaban la parte de abajo del bikini cualquiera diría que hubiesen caminado toda la vida desnudas. La una, tocada con un sombrero de copa de fieltro, fabricado seguramente por ella misma; la otra, portando un quitasol de aires indios, que seguramente no fabricó ella misma. Entre las dos llevaban un abultado saco tan grande como la Tierra -atlantes con vagina soportando el peso de su mundo-. Tras pararse y extender una toalla sobre la ardiente arena comenzaron a vaciar el contenido del misterioso saco ante la furtiva mirada de los curiosos. Trapos y más trapos de mil colores que caían formando un altozano textil, una cordillera de vespuntes, un amasijo de tonos, hilos y gustos. Cada una se puso el primero que pilló y empezaron a deambular playa arriba, playa abajo, exhibiendo los modelitos de estampados reversibles. A simple vista eran manteles usados, retales de alguna sábana vieja, pero sobre sus delgadas figuras de infantiles pechos y grácil caminar lucían como los diseños de una pasarela de alta costura. Al rato, un rebaño de mujeres de muy distintas edades cercaba el improvisado tenderete. Mientras la una contestaba sonriente a las preguntas de las interesadas, la otra, invitando a acercarse a las más tímidas, aprovechaba para seguir sacando sin fin modelitos del bolso de Mary Poppins.
viernes, 19 de septiembre de 2008
hola, don Pepito
Todos, o al menos todos los que tenemos por costumbre dar la mano al saludar* (con excepción de los que se dan uno, dos o cuatro besos, o un efusivo abrazo, o, como los nipones, se saludan con reverenciales inclinaciones de cabeza*), todos, alguna vez, hemos vivido la experiencia de dar la mano a alguien que, sin saber muy bien por qué -y ésa es una pregunta que me carcome- no saben dar la mano, no bien, al menos no como el resto.
No la estrechan, no la toman entera con la palma abierta y luego dan un apretón más o menos fuerte, no, sólo la dan a medias, a la mitad, nunca del todo. Sostienen, casi con desidia, sin determinación, diríase que hasta con miedo, la mano ajena; y el que recibe el susodicho amago de saludo, blando, flácido, sin firmeza, no puede evitar sentir una especia de escalofrío, algo así como repugnancia.
Freud, seguro, achacaría esto a un subyacente complejo de raíz sexual; yo, no lo tengo del todo claro. Tal vez, tras su apariencia de pequeños hombres de infantiles manos, se escondan auténticos Hércules con músculos de acero, y tanto teman descuajaringar la mano del otro con un apretón, que, por no pasarse, ni llegan. A lo mejor, trabajan en un gabinete de protocolo, enseñando a dar la mano a los políticos de turno y entrenando su falsa sonrisa demagoga, y entonces, una vez fuera del curre, cansados como están de repetir lo mismo una y otra vez, exhaustos, cuando les toca saludar de verdad, lo hagan sin esforzarse, pues, como es bien sabido, en casa del herrero, cuchillo de palo. O tal vez, en sus ratos libres, participen en ilegales combates de Moai Tai, y para eso se entrenen, no golpeando sacos de boxeo, sino triturando con sus nudillos enormes bloques de hielo, por lo que, cuando toca saludar a alguien, ponen cara de afligidos, dan remolonamente la mano, y, al hacerlo, gritan en inaudible voz baja ¡Auh!
*dar la mano: se dice que dar la mano viene de antiguo, de cuando los romanos. Al parecer estrecharse la mano derecha (la mano del arma, la que simboliza poder y justicia) implicaba, primero, soltar el arma y hacerle ver al otro que ibas con buenas intenciones. Lo que realmente se estrechaba entonces era el antebrazo del contrario, para comprobar o asegurarse de que no guardaba una daga en la manga. Los magos y jugadores de cartas se saludan así también. Luego, se cree que en el siglo XIX, se fijó la costumbre de darse formalmente la mano entre hombres de igual alcurnia y posición para cerrar tratos comerciales. Y de ahí, hasta hoy.
*japoneses: parece ser que los japoneses no se saludan ni con apretones de mano ni con abrazos y ni qué decir tiene de los besos, por considerar el contacto físico descortés y antihigiénico, por eso optan por la inclinación de cabeza. Curioso, ¿no?
los restos
A propósito del arte antiguo y medieval. Tiene que ser muy desalentador para un historiador especializarse en, vivir para y, por supuesto, amar un arte en cierto modo extinto, que existió esplendoroso en su día, pero del que hoy no queda prácticamente nada.
Decoraciones, revestimientos y finísimas riquezas que no han llegado hasta nosotros y de las que tan sólo tenemos noticia por crónicas y otras fuentes escritas. Unas cuantas piedras desperdigadas por el suelo y el entregado especialista ha de imaginar el resto.
Es como añorar a la persona amada en la distancia y sufrir el tormento de que, a falta de foto, y por mucho que te esfuerces en intentar recordarla, la recóndita, hudiza e incierta imagen formada torpemente en la cabeza ni se aproxima, de nada sirve, no alcanza para acallar nuestro prurito. No es suficiente, pero, a falta de algo mejor, tenemos que conformamos con eso.
miércoles, 17 de septiembre de 2008
Laura
Laura (del lat. laurus, victoria) s. f. Dícese de la persona, preferiblemente mujer, afectiva y desinteresada que practica la magia y hace felices a los que la rodean. SIN. Colega, compañera, amiga.
Si repaso mi lista de amistades femeninas (amistades, que no ligues), y ya puestos, mi lista de amistades, a secas, hay un nombre que destaca clara y profusamente sobre los demás, repitiéndose una y otra vez: Laura. No me he fijado, pero, tal vez, en mi horóscopo, en el libro gordo de los cumpleaños, venga debajo y en ilegible letra pequeña “toda su vida se la pasará usted conociendo Lauras”. Y es verdad. De un largo tiempo a esta parte parece como si sólo hubiese conocido Lauras, o siendo un poco más justos, me hubiese quedado en calidad de amigas sólo con chicas bautizadas con dicho nombre. Y no me quejo, en absoluto, todo lo contrario. Gracias a ellas me he enamorado y también pasado fabulosos ratos de sexo, he desvariado a causa de cañas de más y he tenido con quien hablar largo y tendido. Las he añorado cuando no estaban y las he terminado viendo hasta en la sopa cuando sí. Algunas más, otras menos, pero todas y cada una me han prestado generosamente su tiempo, su atención, sus risas y, con especial cariño, su hombro para desahogarme cuando más lo necesitaba.
Pero, ¿cual es el motivo? ¿Por qué nada más aparecen Lauras en mi laureado inventario de amigas? ¿A qué se debe? ¿Acaso, a una extraña y enfermiza obsesión por ese nombre? O tal vez todo revele un chiste de la Providencia, por el que, tras hacer una finísima criba entre las personas que voy conociendo y tan sólo quedarme con las mejores (fruto de la exigencia), coincide que dichas personas –y he ahí la broma o guasa- son chicas que responden al nombre de Laura. O triste, cruel, pero sencilla y lógicamente se deba a que, de entre todas las chicas conocidas, tan sólo ellas sean capaces de aguantarme. A lo mejor son santas. A lo mejor, efectivamente, las personas nacidas bajo ese nombre poseen el don de la paciencia y el de hacer sentir especiales a los demás y el don de ser luz en la oscuridad y calma en el barullo; y por supuesto manejan como nadie el arte de la alquimia, tornando aburrida misa latina en divertida fiesta pagana. Pero, si hay algo que describe a estas santas muchachas, ese es, sin duda, su gusto, atrofiado y extravagante, que les lleva sin perdón a aceptar -como si de una casa de beneficiencia se tratase- a causas perdidas, necesitados de atención, almas en pena y, a finde cuentas, gente rara como amigo.
Supongo que si algo me ha llamado a escribir esta entrada en el blog ha sido únicamente las ganas de agradecérselo, de confesarles lo que ya saben, que me gustaría que siempre estuvieran allí, de repetirles una vez más que las quiero y, sobre todo, que no cambien: pueden teñirse el pelo, menguar de tamaño o ponerse tetas, pero no cesar de ser quienes son, jamás dejarse sobornar y nunca -nunca- olvidar su nombre.
Siento si me repito con esta película. Sé que bauticé este blog con un fotograma de la misma y ahora vuelvo a la carga con el cartel, pero, como veréis, era imperdonable no ponerlo, jajaja. Y, por cierto, la de arriba del todo, la de la foto en B&N, por si alguno se lo está preguntando, es la mismísima Gene Tierney, es decir, Laura, conseiderada por muchos como la mujer más bella de la historia del cine. La verdad, no me extraña.
martes, 16 de septiembre de 2008
leviatán
Luego pienso: ¿tenemos todos que llegar a esa civilización fraternal, pacífica y cordial, de la misma forma? Si es la civilización el fin último, ¿qué más da cómo se consiga? podría pensarse. Pero eso lleva irremediablemente a otra pregunta: ¿el fin justifica los medios? ¿Qué tiene de inconveniente un medio como la religión? Demasiadas cosas. No voy a ponerme a enumerarlas ahora -tal vez otro día-, y estoy convencido de que todos los que lean esto tendrán en su cabeza alguna, pero tienen que ver con conceder credibilidad y poder a unos colectivos que aprovechan dicho poder para perpetuar una idea concreta de cómo debe ser el mundo y vendérsela al resto como verdadera, con las bien sabidas condiciones e inherentes consecuencias: lo referente al aborto, al uso prohibido del condón, la homosexualidad, el pecado original, sentimientos de culpabilidad, etc., etc., etc. Aunque, de todas estas cosas, la que sigue pareciéndome peor es la que ya he comentado más arriba: la falsedad, es decir, evitar que el hombre sea hombre civilizado por sí mismo y no por la avaricia de obtener unas promesas eternas en la otra vida; no porque realmente se sienta bien haciendo el bien a otros, sino porque su religión así lo ordena. Pero algo bueno tendrá que tener. ¡Hasta ahí llegáramos! Si encima no tuviesen cosas buenas, ya sería el colmo. El hinduismo tiene el sexo tántrico. El Islam ha parido la Mezquita de Córdoba. El cristianismo, La Capilla Sixtina, también el rico y maravilloso vino*, los organa discantus y melismáticos del Codex Calistinus y poco más, jajajaj.
Mi conclusión es que, Hobbes aparte, la única religión que puede profesarse sin dicha alguna ni peligro de eretismo, es la del amor.
lunes, 15 de septiembre de 2008
Los Santos Inocentes
domingo, 14 de septiembre de 2008
Tierra Media
sábado, 13 de septiembre de 2008
unas palabras...
Creo que el título del blog lo dice todo. Totum revolutum. Un saco sin fondo donde ir metiendo todo aquello que no debe quedarse en ningún sitio, y para todos aquellos que me preguntan siempre qué narices anoto en mi celosa libreta, pues bien, por fin podréis haceros una idea.
Resumiendo... Éste, mi por fin estrenado blog, será un espacio igual de pretencioso e insignificante que el resto, pero al menos será mío, jajaja.
Los que os estéis preguntando por los dos tipos de la imagen, son Clifton Webb y Dana Andrews en un fotograma de la película Laura (1944), el famoso clásico de Otto Preminger. Me encanta esa escena en la bañera.
Y por último, y no es por hacer la pelota a nadie, mi más sincera felicitación a blogger.com, tanto por el divertido diseño de las páginas como por lo fácil que lo hacen todo. Así, cualquiera.