martes, 16 de septiembre de 2008

leviatán



Estaba en el metro. Acababa de emparedar a mi pobre libreta con una aburridísima e interminable perorata sobre yo-qué-sé-qué, y me disponía a leer por fin el libro que llevaba bajo el brazo, que ya era hora (dicen que un escritor que escribe más de lo que lee no puede ser un buen escritor), cuando, de pronto, sin avisar, así, sin más, entró en el vagón un individuo joven, trajeado, con tez y acentos puertorriqueños y Biblia en mano, y se puso a evangelizar a los allí presentes, impidiéndome, como es normal, mi ansiada lectura… Pero lo que me impidió abrir el libro y leer no fueron las entonaciones místicas de aquél tipo de no más de 25 años, ni el chorro constante de palabras que salían por su boca por no saber muy bien qué seguir diciendo –parecía que le hubiesen enseñado que predicar es un acto, no de fe, sino de parlotear sin pausa, sin sentido, sin dejar aparentes resquicios de duda alguna ante lo que se defiende o alega-, tampoco las mismas palabras repetidas una y otra vez (sacramento, sagrado, señor, camino, luz…) ni las sandeces a propósito de la inconmensurable misericordia de Cristo ni las insostenibles argumentaciones sobre la existencia de Dios, no. Lo que me hizo interrumpir la lectura fue otra cosa. Lo que me llevó a sacar de nuevo el portaminas (sólo escribo con portaminas) y hundir la punta en la hoja, fue lo siguiente: el emocionado predicador empezó diciendo que él, antes, era un joven sin futuro, metido en drogas, armas (usó la palabra pistolas), y otras fechorías a sus espaldas de las que se avergonzaba demasiado como para confesarlas en voz alta, pero que, entonces, un día, vio la luz, Cristo y su iglesia lo acogieron, lo rescataron de las calles y le enseñaron el buen camino. Al parecer, a raíz de y gracias a todo eso, aprendió a amar al prójimo, a condenar la violencia y soñar con un mundo mejor para el mañana, bajo el cobijo y el amoroso abrazo de Dios Nuestro Señor. Y en ese momento, justo en ese momento, me dio por pensar y me derrumbé. Es verdad que las religiones han sido, y siguen siendo hoy en día (con trasfondo político-económico, por supuesto), motivo de iracundas y encarnizadas luchas, versus, cruzadas y odios entre los mortales. Pero sería injusto negar que, del mismo modo, también se le puede agradecer que la gente abandone sus endiabladas vidas llenas de egoísmo y destrucción, y opten por seguir una senda, no más beata, sino más civilizada. Lo que me mortifica es pensar: ¿por qué necesitamos de la religión para curarnos, para salir del hoyo, para –a fin de cuentas- vivir? ¿Acaso no tenemos filosofía, no tenemos preceptos morales, no hay dogmas éticos que sostengan la vida, una vida lejos del salvajismo y la brutalidad animal? ¿Acaso lo único que mantiene a la gente en la tesitura de la decencia y la honradez es la ley (la de Dios y la de los Tribunales)?

Luego pienso: ¿tenemos todos que llegar a esa civilización fraternal, pacífica y cordial, de la misma forma? Si es la civilización el fin último, ¿qué más da cómo se consiga? podría pensarse. Pero eso lleva irremediablemente a otra pregunta: ¿el fin justifica los medios? ¿Qué tiene de inconveniente un medio como la religión? Demasiadas cosas. No voy a ponerme a enumerarlas ahora -tal vez otro día-, y estoy convencido de que todos los que lean esto tendrán en su cabeza alguna, pero tienen que ver con conceder credibilidad y poder a unos colectivos que aprovechan dicho poder para perpetuar una idea concreta de cómo debe ser el mundo y vendérsela al resto como verdadera, con las bien sabidas condiciones e inherentes consecuencias: lo referente al aborto, al uso prohibido del condón, la homosexualidad, el pecado original, sentimientos de culpabilidad, etc., etc., etc. Aunque, de todas estas cosas, la que sigue pareciéndome peor es la que ya he comentado más arriba: la falsedad, es decir, evitar que el hombre sea hombre civilizado por sí mismo y no por la avaricia de obtener unas promesas eternas en la otra vida; no porque realmente se sienta bien haciendo el bien a otros, sino porque su religión así lo ordena. Pero algo bueno tendrá que tener. ¡Hasta ahí llegáramos! Si encima no tuviesen cosas buenas, ya sería el colmo. El hinduismo tiene el sexo tántrico. El Islam ha parido la Mezquita de Córdoba. El cristianismo, La Capilla Sixtina, también el rico y maravilloso vino*, los organa discantus y melismáticos del Codex Calistinus y poco más, jajajaj.

Mi conclusión es que, Hobbes aparte, la única religión que puede profesarse sin dicha alguna ni peligro de eretismo, es la del amor.
.
*vino: En la Edad Media, tras las invasiones bárbaras y la imposición de su nórdica bebida, la cerveza, los monasterios cistercienses siguieron cultivando el vino, pues, al simbolizar la sangre de Cristo, era necesario para la celebración de la eucaristía.

No hay comentarios: