domingo, 28 de septiembre de 2008

el palacio de la luna

Hace dos días quedé por el centro con una de mis Lauras. Teníamos pensado ir al cine a ver la última de Woody Allen –Vicky, Cristina, Barcelona-, en V.O.S., pero ella olvidó sus gafas y por tanto no iba a poder leer los subtítulos. Así que optamos por un plan alternativo e improvisado que, mira tú por donde, incluía también cine. Entramos a ver la presentación y proyección de cinco cortometrajes, con excusa de Cortogenia, un festival de cortos que tiene lugar en el cine Capitol el último o penúltimo jueves de cada mes y al que merece la pena asistir de vez en cuando.

El segundo de los cortos, titulado El Palacio de la Luna (sí, igual que la novela de Paul Auster), ha sido el que me ha llevado a escribir esta "enojada" entrada en el blog. Lo que me molestó no fue que el corto fuese malo, que lo era (salvando, también he de reconocerlo, la magnífica fotografía y el posterior trabajo de edición), sino la reacción del público, manifestada en tres sucesivas series de incontenibles aplausos, a los cuales, claro está, me negué a sumarme.
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Antes de la proyección, y como viene siendo normal en esto de los festivales, concursos y certámenes de cortometrajes, los responsables de cada film –presumiblemente los directores-, dijeron unas palabras a propósito del trabajo realizado, bien en forma de explicaciones, agradecimientos o excusas, ante el público que estaba a punto de ver su obra. Cuando la directora de El Palacio de la Luna, Ione Hernández, de 28 años, delgada y timorata, de revuelto pelo pajizo y voz que desvelaba un carácter pusilánime, nombró el título de su película, lo primero que pensé fue: ¿el libro de Paul Auster, a son de qué? Ese detalle, y no sé muy bien por qué, ya me hizo desconfiar de lo que vería. La joven nos advirtió en dos o tres ocasiones de una cosa: la historia, que era la adaptación de un cuento del catalán Ricard Ruiz Garzón, estaba basada un hecho real. ¿Y qué no lo está? El corto, permitidme que os lo destripe, trata sobre un joven esquizofrénico que termina suicidándose. Está narrado en off por el personaje de la madre, que, supuestamente, escribe una carta a Paul Auster (al que llama todo el rato y cacofónicamente “señor Aster”. Aster, sin la “u”) contándole que su hijo, cuando saltó por la ventana y se estampó contra el suelo, en ningún momento soltó el libro de sus manos (“su libro, señor Aster” decía la mujer), como si quisiera aferrase a él en el aire como último salvavidas. El joven, aparte de ser un amante de las películas, trabajar en una productora de cine en la que parece estar contento y haber roto con su novia (no se especifica ni hace cuánto tiempo ni si realmente le importa), sufre depresiones, arrebatos de ira, tormentos de celosa intimidad y otros problemas relacionados con al enfermedad que no se nos terminan de explicar. El juego de las fotos estáticas que se funden creando movimiento cinético a través del curioso montaje, ayuda a crear esa atmósfera agobiante y frenética, esquizofrénica, que lo envuelve todo y lleva al joven a tirarse por la ventana una mañana tras haberse pasado la noche entera leyendo El Palacio de la Luna. Tras fundir a negro y detenernos un segundo en un breve y triste epílogo de la madre, huérfana de hijo, el corto cierra con un pasaje del citado libro de Auster, donde el personaje protagonista, Marco, en primera persona, habla sobre no-sé-qué a propósito de las penurias que había padecido y lo remotamente extraño del viaje hasta llegar con vida a donde estaba, y que, de no ser por las personas que había ido conociendo, ahora no podría contarlas, etc., etc. La sala retumbó en aplausos, como digo, hasta tres veces.
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No sé por dónde empezar a explicar por qué me parecen, sino inmerecidos, sí al menos “coaccionados” esos aplausos. En primer lugar embestiré contra el corto en sí; luego, contra la actitud estúpida de la sala aplaudidora.
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La joven directora de El Palacio de la Luna, que es también la guionista, no es una recién llegada. Ha adquirido buena formación y lleva a la espalda unos cuantos proyectos que la avalan, pero, viendo lo presente, sorprende, pues deja bastante que desear, y el mentado corto parece más bien la pretenciosa obra de un adolescente hablando petulantemente de temas trascendentales, que la de una realizadora de 28 años. Viendo el film tenía la sensación de estar contemplando la obra de un ingenuo director novel, primerizo, tratando con pompa asuntos de los que no tiene ni idea pero cree que sí, y se entretiene con lo abstracto del tormento y sufrimiento humanos, recreándose fatuamente en el malestar y la melancolía, el miedo y la angustia, la soledad y la tristeza, sin reparar en lo increíblemente fácil que resulta el drama, que cualquiera sabe hacer tragedia, hacer llorar; y, por contra, lo complicado pero bienvenido que es siempre hacer reír, y, por ende, lo cuán difícil que es la comedia.
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Los escritos, cuentos y poemas de oscuros adolescentes demasiado sensibles ante la vida, se recrean en la pesadumbre, la aflicción, el dolor. No alcanzan a comprender la vida (¿y quién sí?) y se vienen abajo, desesperados, pedantes, deseando que les miren por sufrir lo inhumano, aborreciendo del mundo, del aire que respiran, de la vida que les rodea. Algunos podrán pasar por emos, pero incluso los emos tienen más estilo. Del mismo modo muchos cortometrajistas imberbes me recuerdan, por el tema de sus historias, y especialmente la forma de contarlas (una veces, un revoltijo de imágenes imprecisas, desenfocadas y abstractas; otras, tomas largas y presumidamente contemplativas), a estos adolescentes aturdidos e hipersensibles que, como decía arriba, hablan sólo de chorradas, creyendo que no hay esperanza para nada y que para qué entonces vivir, pues el mundo se acaba mañana.
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Aclarado lo que pienso sobre el corto, paso a hablar sobre el público de la sala y su aplauso hasta tres veces repetido:
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Aparte de los amigos, familiares y demás sobornados que acudieron al estreno para apoyar a la directora (se me olvidaba decir que es un festival donde, curiosamente, los votos se obtienen de la gente que ha ido a ver el pase, mediante unas papeleteas que se rellenan y echan a una urna a la salida), la gente que aplaudió, no sé hasta qué punto lo hizo porque realmente le había gustado, le había tocado la fibra, o porque se sintió cohibida por dos cosas distintas pero interrelacionadas: el tema y la conciencia común. Me explico. El tema es la esquizofrenia, que acaba con el suicidio del joven. No aplaudir significaría ser tachado de insensible, pues se supone que el corto está hablando de algo duro, doloroso e intenso, que debe de roerle a uno por dentro y despertar la compasión por el pobre chico y su madre. Si no lo haces, eres inhumano, un monstruo. Y justo esto está en directa relación con lo segundo: la conciencia común, lo políticamente correcto, lo que se supone que todos debemos pensar. Hace poco leí un acertado artículo de mi siempre admirado Javier Marías que hablaba exactamente de eso, de la falta de opinión. Se nos ha vendido siempre hipócritamente la moto sobre la libertad de pensamiento y el hecho de que debemos tener opinión (personal), pero en realidad la subjetividad está muy mal vista. Aquél que ha elaborado un juicio propio de las cosas y no coincide con el grueso de la población, va contracorriente, al reverso que el resto, y por ello se le condena, se le tacha de ser distinto o cruel o desvergonzado o despiadado o vete tú a saber. Cada uno es libre de pensar lo que quiera sin que por ello lo lapiden. Aquélla falacia de “lo respeto pero no lo comparto”, es una absurdez como un templo. Las personas y su derecho a expresar sus ideas sí son respetables, pero las ideas en sí no tienen por qué serlo, incluso todo lo contrario, pueden ser –y en ocasiones han de ser- condenadas y aborrecidas (el fascismo, el racismo, el machismo, etc).
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Por eso mismo me pareció tan mal que todo el mundo aplaudiese a la par, sin cuestionarse muy bien por qué aplaudían, llevados por la ola del rebaño. De haber algún tímido que dudaba al respecto, cobarde, aplaudió también, temiendo que el vecino de butaca lo mirase de reojo tachándole de desalmado.
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Escuché a una chica justo a mis espaldas, en mitad del segundo aplauso, que le recordaba a su acompañante lo que había sentenciado la directora hacía unos minutos “está basado en un hecho real”, como si por ello la cuestionable calidad de la obra quedase perdonada, como si diese igual lo que se contara que, si era emotivo, si estaba basado en una tragedia acaecida realmente, entonces era meritoria de todos los premios y ovaciones…
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Para colmo, Paul Auster. ¿Qué necesidad había de meter a Auster ni a su novela ni nada que lo relacionase? Pues nada tenía que ver. De hecho, si se hubiese optado por otro escritor u otra novela hubiese sido exactamente igual. Mi queridísimo Auster ¡qué mal te han hecho! La novela El Palacio de la Luna es una maravilla, y si Marco, el protagonista, como dije al principio, vivió una serie de situaciones límite, es única y exclusivamente porque, al fin y al cabo, de eso se trata una historia, una ficción, una película o una novela: de poner a unos personajes al límite y ver cómo actúan. Y no es nuevo, ni la primera novela que tiene a su personaje muerto de hambre o al constante filo del abismo. Supongo que a un joven esquizofrénico cualquier cosa le ha de afectar, pero insinuar que esa gota que colma el vaso y lleva al chico al suicidio, es un pasaje del citado libro, es hacerle un flaco favor a Auster.

Creo que el corto no contaba nada nuevo, y no con esto quiero decir que ya todo esté dicho y que lo único que cambia es la forma de contarlo, que en cierto modo también es verdad. Quiero decir que la historia no era ni historia, tan sólo un suceso trágico. No tenía ni la rareza de lo anecdótico, ni la magia de las coincidencias, ni giros inseperados, ni un final moralizante; la historia en sí no era novedosa, ni peculiar, ni atractiva, ni salía de lo ordinario (la muerte no lo es). Y si una historia se cuenta es precisamente porque tiene algo de eso.

Sea como fuere, insisto, mi intención no era hablar sobre el corto en sí, y aún menos de la esquizofrenia o el suicidio, sino, como decía más arriba en uno de los párrafos, de la conciencia común y el aplauso en manada, por temor a lo que piense el de al lado y te acusen de desalmado.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Yo también vi ese corto, y quería encontrar por internet otras opiniones. Me parece interesante ésta, si no fuera por que parece ser que no te enteraste de que el chico padece esquizofrenia.

Anónimo dijo...

Enhorabuena, has conseguido sacarme de mis casillas